«Bebiendo los cielos» en Museo de los Ángeles, Turégano (Segovia)

LA VERTICAL DE LAS SIMAS.

Todo lo que es material se desvanece rapidísimamente en la sustancia del conjunto universal; el recuerdo de todas las cosas queda en un instante sepultado por la eternidad.

Meditaciones. Marco Aurelio .

Todo comenzó en una cueva. Al abrigo cóncavo de la roca, Carmen Baena, empezó a idear un discurso en el que el mundo que veía se tornó  habitáculo de su propia memoria. Siglos antes, también Platón imaginó una caverna en la que los hombres asistían a un fantasmagórico baile de sombras en perpetua mudanza. En aquel crepitar de claroscuros los esclavos encadenados de los que  hablaba Platón creían reconocer, aquí y allá, figuras y formas.

Baena se crió en una cueva de una pedanía llamada Belerda que pertenece a  Guadix, pueblo situado en la comarca nororiental de Granada, una zona dominada por un paisaje terroso bajo las laderas septentrionales de Sierra Nevada. Aquel paraje está pertreñado de concavidades -dicen que hay más de dos mil- en las que han vivido y viven gentes desde  tiempos remotos. La infancia de nuestra artista transcurre entre aquellos cerros áridos y arcillosos coronados por chimeneas blancas de forma troncocónica. Posteriormente, tan curioso paisaje, al que algunos llaman “La ciudad troglodita”, sustentó las bases de sus primeros trabajos en la Facultad de Bellas Artes de Valencia.   

La memoria es así de prodigiosa. Marcel Proust, en su monumental A la búsqueda del tiempo perdido, rememora toda su infancia gracias al sabor de una magdalena empapada en tila que le ofrece su madre. Los entendidos llaman a esto recuerdos relámpagos. Dicen que el impacto emocional  producido por algunas circunstancias hacen que nuestro cerebro se active de forma fulminante para traer al presente hechos del pasado. Pero la memoria de Baena no nace de la inyección, mana del recuerdo persistente con el que compara cada forma actual con una del pretérito. Para ella las siluetas, las formas, las ideas constituyen su universo o, lo que es lo mismo, la copia de un modelo, una reconstrucción espiritual de un paisaje no perdido. Sus ojos han visto cómo tiembla todo el espacio circundante de las cuevas según fuera entrando la luz del exterior. Esta, arquitecto de las horas, tintinea y se desplaza por el muro de arcilla, milímetro a milímetro, alumbrando la oquedad.

No es de extrañar la curiosidad de Baena sobre qué es el espacio,  tribulación sobre la que han teorizado filósofos, científicos, físicos y geómetras dando lugar conceptos antagónicos. En la Grecia clásica se consideró al espacio como uno de los cuatro elementos constructivos (aire, tierra, fuego, agua) del mundo. Aristóteles deja escrito que “los cuerpos simples se mueven, de aquí para allá, hacia su lugar adecuado”, estableciendo el concepto de lugar. Mientras el taoísmo plantea las resolución unitaria de los contrarios: principio que explica el  Ser o No Ser a través de los ideogramas del Tao Te Ching (Libro del Tao y la Virtud).

Siguiendo el juego imaginario de Baena podemos entender cómo una cueva nos abre la conciencia a un mundo nuevo. El mundo de las sombras es inestable, complejo, inasible y nuestra mente, que nunca se cansa de las narraciones, encuentra en este ambiente mutable continuas proposiciones capaces de avivar la más dormida imaginación. Sus obras nos obligan a ver la realidad de las cosas sensibles al dotarlas de una significación más fácil de presentir que de explicar.

Hasta ahora hemos hablado del espacio en un sentido horizontal porque penetrábamos en las simas que ella construía, sin embargo en sus últimas obras, en poético entendimiento, la escultora aúna casas y árboles. Casas con techos a dos aguas y una puerta central. Casas que por su forma esquemática han eliminado el hiato entre apariencia y realidad, entre experiencia y conocimiento. ¿Qué significa esta afirmación?. Que proceden del conocimiento directo de la experiencia visual y táctil que, sobre lo que es una casa tenemos todos, desde el mismo momento en el que, cuando  niños, las garabateamos sobre un papel.  Baena considera que la única realidad de la podemos hablar con sentido es la realidad de las experiencias que nos ha acompañado siempre. La primera impresión que nos es legada y guardada la memoria.

Ciertamente cuando lidiamos con el mundo de la percepción trabajamos a partir de algún esquema conceptual. Ni siquiera lo que llamamos nuestras experiencias son experiencias directas de la realidad, sino que están permeadas  por nuestros conceptos y sólo se pueden referir, en última instancia, a otras experiencias. Toda la realidad a la que podemos acceder es la realidad interna de nuestro sistema de representaciones. Siempre estamos dentro ellas, como lo están nuestras creencias. Sabemos que nuestra experiencia óptica del mundo es una dominante sumamente compleja de nuestra experiencia general. Baena intenta una vertebración inteligible de lo real. Podríamos argumentar que su logos avanza apoyándose en metáforas que parten de la contemplación. Sabemos que contempla el que mira, pero también el que idea. El esclavo platónico de la caverna idea un mundo, teoriza sobre las posibilidades. De la teoría nacen las definiciones y también los preceptos, la contemplación es la mirada del logos. Las formas, las ideas, constituyen nuestro mundo. Mundo del que sólo podemos saber que es un gran espectáculo cognoscitivo. La forma de manifestar el mundo de Baena podría ser explicada con la frase de Gastón Bachelar: esencialmente, la idea de realidad consiste en la convicción de que una entidad cualquiera supera el dato inmediato (la percepción) o, para hablar con más claridad, que se encontrará más en lo real escondido (esencia de la cosa) que en el dato inmediato (aspecto sensible de la misma).

Las casas de Baena son enunciados y, como todo enunciado, una representación. Incluso para no incurrir en ambigüedades podemos aducir que realmente Baena trabaja sobre iconos. Todos los elementos sobre los que labora  parten de una representación como objeto que, además, se desliza hacia interpretaciones altamente simbólicas mas allá de una significación arquetípica. Es necesario jugar con determinadas estructuras mentales para seguir sus estructuras narrativas, el pluralismo de sus posibles analogías decretan la incomprensibilidad final del todo. En la conjunción dispar, el monismo que posee cada objeto, es suprimido en beneficio de lo superior, las partes sufren una metamorfosis mágica e irradian un cierto poderío místico. Estos objetos con sus deslizamientos hacia lo simbólico abren sus vías de interpretación hacia lo múltiple, la irreductibilidad del todo. Algo que apreciamos al seguir el proceso aditivo de su trabajo que la ha llevado, consecutivamente, de la cueva a la casa, para finalmente, sumarle a ésta  ramas, raíces, troncos o varitas. Una secuencia imaginativa si entendemos que la imaginación no es un mero reflejo de las imágenes exteriores, sino una actividad sujeta a la voluntad del individuo relacionada con la fantasía semiinconsciente.

Baena vertebra su obra mediante ciclos seriales,  recurso genuinamente moderno que implica la relativización temporal del gesto artístico fragmentado en momentos. Pero en sus series encontramos una intención de rodeo que transmuta el tiempo en una espiral ascendente. Ahora, nuestra artista trabaja siluetas y formas que son árboles cuando no son árboles, ramas o raíces  que ella misma descubre en sus paseos por el campo y que, en algunos casos, laceran, como relámpagos, la geometría espartana de los habitáculos. Hay toda una noción de trayectoria en su criterio a la hora de describir el espacio. Una casa señala un punto de ubicación, determina la noción de lugar. Como centro señala el medio, divide el espacio, equilibrio y poder. La casa es estática. Sin embargo, el árbol, la rama, es un camino del espacio,  la experiencia del movimiento como emoción gestado por el azar que surca el espacio ilimitado pero finito. Un árbol, con su trayectoria forjada a lo largo del tiempo divide, limita, mide. Es como un camino, explica la dinámica psico-física. Además, un árbol, nos hace discernir la diferencia entre arriba y abajo, mientras la cueva nos situaba en otra dicotomía: dentro-fuera. El árbol es símbolo de lo inalcanzable y lo alcanzable; proximidad versus lejanía. En un árbol podemos colgar, oscilar, casi volar. Incluso vivir como el Barón Rampante de Italo Clavino que un día decidió no bajar nunca a la tierra que  pisamos.

En el jardín de su estudio Baena, torna en carbón árboles que después pasan a ser parte de sus piezas. Con tan sencillo ritual se reconcilia con  viejas tradiciones. Aquellas que atribuían a los árboles vida propia. Porque hubo un tiempo en él que los seres humanos creían que talar un árbol era un sacrilegio. Ante el temor a las fuerzas del mal desatadas se inventaron toda una serie de ceremonias en las que la ceniza debía estar presente como acto de contrición y redención. Así se aplacaba nuestra conciencia que intuía lo que ya sabemos: el universo se encuentra en combustión continua, las cosas son sólo momentos del devenir. Es posible rastrear una presencia atávica -de trasmutación de la materia a la manera de Heráclito- en esas piezas, como lo hay en las obras que utiliza resina, material que rasca hasta conseguir la apariencia del hielo. Se han dado cuenta, antes el barro, ahora el fuego y el agua. Agua que también aparece en su casas surcadas por finas varas de acero inoxidable que asemeja ser el fertilizante esperma derramado por  Zeus en el hueco del techo de la casa en la que había escondido a Danae su padre. En esta conjunción de elementos bien pudiera parecer que falta el aire, pero algunas de las casas de Baena poseen delicadas alas que las hacen volar. Son casas aladas. Otras se asientan sobre raíces que no han encallado en la tierra. Son aéreas. ¿Hacia donde va una casa lacerada por unas raíces al aire?. Ciertamente la imagen tiene algo de surrealista, no caben mas explicaciones: basta con admirarlas. Sólo podemos exclamar frases como aquella de famosa de Lautréamont: “Bello como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección”.

La suma de todos los elementos hace que nos imaginemos a la autora como una alquimista de lo poético en busca una verdad que solo ella parece conocer. Los artistas felices son así. Se inventan mundos en los que habitan ajenos a la mostrenca realidad que  nos rodea. Un buen creador, nos introduce en un reino más o menos fabuloso, de quimeras y especulaciones. El acto creativo no es solamente cosmogónico sino también ontogénico: no sólo se refiere al universo sino a la aparición de todos los seres, desde un embrión a una imagen. Nos es lícito perseguir algo primitivo, anacrónico en estos hermosos objetos que  parecen unir el pasado y el presente. Como si fueran símbolos que traviesan el tiempo para traernos un mensaje de un tiempo remoto, de legendario origen, sumido en un arcano misterio. Hay algo fantástico en todo lo que propone, pero, atentos lo fantástico no es irreal sino la realidad circunstancialmente olvidada que la artista nos acerca de nuevo. La escultora excava el pozo de la memoria en busca de aquello que fuimos y que olvidamos. Crea y recrea el mito que todos tenemos aparcados en algún pliegue  neuronal.

Sus formas arquitectónicas, ya sean casas o templos excavados en el mármol, cobran un valor legendario: las formas legendarias del habitar, las casas del alma. Estas moradas, laceradas por árboles y ramas. muestran nuestra sintonía con el origen: el Arbol de la Vida, el Arbol Cósmico, aquel árbol sagrado escondido en el Centro del Mundo por el que se asciende a los cielos o se baja por sus raíces al inframundo. Y en medio, en el centro la casa, el ser interior, el refugio, los estados del alma.

Cubículos atravesados por ramas; ramas secas que ya no podrán ser blandidas al paso del triunfador. Algunas, incluso, se han tornado doradas, como aquellas que Virgilio puso en manos de Eneas para descender a los infiernos: “un ramo, cuya flexible varita y cuyas hojas son de oro, se esconde en un árbol frondoso, consagrado a la Juno infernal. Todo bosquecillo lo protege y el oscuro valle lo envuelve con su sombra. Pero es imposible penetrar bajo las profundidades de la tierra antes de haber recogido del árbol la rama de hojas de oro… Eneas guiado por dos palomas, se pone a la búsqueda del árbol del ramo de oro en los grandes bosques y de repente lo descubre en una garganta profunda… Llegadas a la garganta apestada del Averno, las palomas se elevan de golpe y, deslizándose en el aire límpido, se posan las dos en el lugar soñado, en el árbol donde el reflejo del oro resplandece y resalta sobre el follaje. Así como bajo las brumas del invierno, en el fondo de los bosques, el muérdago, extraño a los árboles que lo elevan, renace con sus nuevas hojas y cerca sus troncos redondeados con sus frutos de color azafrán, la foliación de oro aparecía en la carrasca frondosa, y sus hojas brillantes crepitaban al ligero viento (Eneida, canto VI)”.

Crepitar de ramas secas, puertas que se abren a otros mundos. Veamos hacia donde nos conducen.

Mara Mira 

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