«DEL AIRE Y EL AGUA» – Los Molinos del Río Segura, Sala Caballerizas (Murcia)

DEL AIRE Y EL AGUA

De los cuatro elementos- según la revelación dada al escultor lisdeano- ,el aire y el agua, por su naturaleza transcendente, son contrapuestos , aunque, por la misma esencia de las cosas que existen en la superficie cuadrada que delimitan, es en esa misma contradicción donde encuentran su razón de ser y donde se realizan. El aire transpuesto en éter, el agua vehículo exclusivo de la fecundación. Aquél aviva la llama, propala la energía ;ésta la apaga y a la vez sirve a su materialización, a la concreción de lo que es idea y deseo. Todo confluye en todo, y cuando el arte interviene, la propia naturaleza se transmuta y lo inaprensible se hace táctil y lo líquido , sólido.

En la obra de Carmen Baena, esta acción taumatúrgica se desarrolla con la naturalidad de quien, segura de lo que hace, convierte en fácil lo difícil, en coherencia al papel asignado a los materiales que, sin perder sus prerrogativas- las que les pertenecen por su procedencia-, pasan a representarlo según las directrices de la escultora, convertida así en creadora no ya de circunstancias, sino de contenidos.

El aire envuelve, contiene, penetra aquello que en su solidez, en su apariencia externa cierra sus puertas, sus aberturas, y se presenta sólido, compacto, de una sola pieza, macizo, ya sea de madera, parafina o resina de poliéster: son las “Casas de lluvia” – opuestas a las “ Casas de viento “, porque están permiten que el aire circule en su interior-, de las que salen- otra vez por “ arte de magia” – los hilos de acero en una proyección equivalente a la ralentización de la caída de una gota de agua o a la suma de muchas que quedan unidas en el tiempo del arte. Otra vez, nos enfrenta a una “ realidad” que, partiendo de lo que consideramos “ la realidad misma”, se separa de ella en cuanto sólo responde a la concepción del autor que puede, sirviéndose de la materia, darle un valor incluso contrario.

El agua que cae en cascada rígida desde una fuente invisible- e intuida- o desde un interior traslúcido- que implica el desvelamiento de la intimidad de la escultora, pero que sigue conservando el aura del misterio- y su entronque con la naturaleza representada en las formas arbóreas, como símbolo de un origen integrador que se añora y que transciende en el dorado de algunas ramas – la” rama dorada” del conocimiento , arcano que se debe recuperar y “abrir” para que sus gotas de savia vivíficas contrarresten la sequía del exceso racionalista-. Gotas que al caer también se ramifican en hilos sonoros por la acción del viento-el aire contenedor dinamizado- o por el contacto humano, invitación a la participación activa, pues Carmen Baena sabe de la importancia de los sentidos.

Lo arbóreo, como símbolo de lo primigenio, también se individualiza en una demostración de su importancia en el soporte ideológico de la escultora, y en la serie “Árboles” ( verde, escarcha, negro) reclaman el protagonismo impostados en el plano . Mas , al igual que sucede en el resto de su obra, incluidos los bloques de piedra o mármol en los que el ácido o el cincel inciden en la superficie “vegetalizándola “, no es consecuencia de su proceso ”específico”, procede de la “acción creadora” , de la labor escultórica que  “contruye” un árbol-su” árbol”-imposible de encontrar y, sin embargo, con la enigmática fuerza que le da la intención, que le confiere el arte.

Aire y agua-“del aire y del agua”- elementos sobre los que fundamenta la edificación de un mundo personal, propio, representado nítidamente en lo que es el núcleo de casi toda su obra, en esas casas vacías y penetradas de aire y naturaleza, o macizas- en la apariencia imposibles de penetrar-y, sin embargo, conteniendo en du interior la esperanza. Desde ahí, desde el reducto donde idea, pensamiento y sentimiento tratan de mantenerse incontaminados, Carmen Baena expande por el “aire” su sentir, lo diluye en el agua para que ésta empape, no ya la tierra yerma donde yacen las ramas secas del olvido-recuperadas por su acción-, sino a quienes las contemplan y perciben en ellas la brisa y la humedad que hacen retomar el deseo de indagación de vuelta a la simplicidad del origen, allí donde el misterio no se expliba: se vivía.

Pedro Alberto Cruz Fernéndez

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