«Áureo»- Galería La Aurora (Murcia)

Sueños de piedra

 

La magnitud de una obra artística no debe medirse por sus dimensiones físicas, sino por su poder para perturbarnos. Por ello no es paradójico afirmar que las esculturas de Carmen Baena –cuya base no es mayor que, pongamos, un tablero de ajedrez– son grandiosas. Grandiosas porque uno puede caminar por sus desiertos de piedra y sentir cómo el viento le golpea en las sienes y experimentar una especie de vértigo ante la soledad e insignificancia del alma humana en medio del indiferente universo.

Eso es lo que he sentido yo cuando me he asomado a sus paisajes. Carmen Baena ha conseguido que me olvide por un instante de que estoy viendo una pieza de mármol de Thassos –cincelada por ella misma a golpes de puntero– o una mata de tomillo recogida en la sierra de la Pila. No, lo que yo he visto ha sido distinto. Ahora lo recuerdo bien… Transformado en un minúsculo insecto, veía agitarse las ramas de un árbol en mitad de un paisaje descarnado, moldeado por las fuerzas de la erosión. Atardecía. Miré hacia el cielo y sentí frío. Quise gritar.

La piedra estaba viva. Dunas de mármol. Olas de piedra. Había que escalar las montañas sagradas. Ayers Rock. Athos. Kilimanjaro. Fujiyama. Yo no sabía ya quién era. Deliraba. Era a causa del brillo, del fulgor de ese oro… No era el oro del crepúsculo ni el oro del otoño. Tampoco el metal precioso que arrastra a los hombres hacia la codicia. No. Era otra clase de oro. Era el oro sagrado, el oro de los antiguos, un oro telúrico que surgía como un tumor de las entrañas de la tierra y que no podía ser tocado sin resultar contagiado por su belleza.

Navegué por mares de piedra. Descubrí símbolos de civilizaciones perdidas y me asomé a simas que no tenían fondo. Había templos excavados en la roca. Subí a las altas cumbres donde el viento soplaba tan fuerte que te derribaba. No sabía lo que estaba buscando. Y, si lo sabía, ya lo había olvidado. Quizá huía de algo. De mí mismo. Del miedo. Del miedo a no ser nada. No sé si en el oro estaba la respuesta. Refulgía con tanta fuerza que me dejó ciego. Esta vez conseguí gritar. Desperté. Tú preguntaste qué me pasaba.

 

Manuel Moyano

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